Fiestas, juegos y diversiones (siglo XVI)

Conferencia de Julio Escribano Hernández

Conferencia en La Adrada de Juio Escribano

El sábado 12 de agosto tuvimos la oportunidad de asistir a la conferencia que D. Julio Escribano Hernández, escritor, profesor, historiador y doctor en Geografía e Historia, pronunció en un acto organizado por el Excmo. Ayto. de La Adrada, con la colaboración de la Asociación de Amigos de La Adrada. El tema elegido por el conferenciante ” Un recorrido histórico sobre fiestas, juegos y diversiones del siglo XVI” fue seguido por el público con muchísimo interés.

Texto de la conferencia


FIESTAS, JUEGOS Y DIVERSIONES EN LA ESPAÑA DEL SIGLO XVI.

Por Julio Escribano Hernández

El Renacimiento nos introduce en la Edad Moderna. Nace en Italia, donde la cultura clásica, las costumbres de Grecia y la vieja Roma estaban presentes. Sin embargo los seres humanos se han renovado existencialmente y son conscientes de haber superado el mundo greco-romano en el logro de la perfección artística. Los hombres y mujeres renacentistas se reafirman en sus valores y los hacen centro de su actividad. Encuentran la perfección tan al alcance de sus manos que cambian el teocentrismo de la Edad Media en antropocentrismo moderno. El ser humano se convierte en la medida de todo: le gusta hacerse retratos, interioriza su espiritualidad, busca el intimismo, valora su anatomía, expresa artísticamente sus sentimientos…es más cambia la estética de la vida social y también el concepto del universo: lo estático es ahora dinámico mediante la imprenta, la ciencia y los grandes viajes.

Si en el Renacimiento hombres y mujeres veían el mundo clásico lejano en el tiempo, sin embargo lo consideraban cercano en el pensamiento y esto les llevaba a buscar en los restos de las antiguas Grecia y Roma un apoyo a sus ideales, en los que renacía la edad dorada que querían imitar. Lo bello no será el reflejo de lo santo, de lo separado, sino de aquello que es expresión del orden racional y de la proporción matemática. Lo humano, al desnudo, será la mayor de las perfecciones y objeto de interés para escritores, reformadores, místicos y artistas. Así se humaniza y personifica a los santos, a las santas, a María santísima y al mismo Dios.

Este estilo de vida se adelantó en el “trecento” italiano. Recordemos la ciudad de Florencia con los Visconti de Milán por un lado y la Iglesia con el papa Gregorio XI por otro, disputándose el estandarte de la libertad. En Florencia, cuna del Renacimiento, las fiestas eran religiosas y paganas.

Con el papa Nicolás V (1447-1455), promotor de la cultura florentina, fundador de la biblioteca vaticana y entusiasta de los autores clásicos se introduce el Renacimiento en la historia de la Iglesia. La cultura griega y latina renace en humanistas como Petrarca, que conocía bien el griego y el latín; en mujeres como Beatriz Galindo que sobresalía en la Universidad de Salamanca por su personalidad o en reinas como Isabel la Católica, que demostró gran interés por los libros y el estudio.

La fiesta. En esta sociedad la fiesta se hace más dinámica y participativa. Si en el siglo XIII un tercio de los días del año, es decir unos 120 días, eran festivos para desarrollar la vida religiosa teniendo a Dios como centro, en el Renacimiento es el ser humano, imagen de la divinidad, la medida del universo. Así cambia la idea de la fiesta. Se renuncia a una austeridad estamental, donde los grupos sociales aparecen muy jerarquizados y la nobleza y la realeza se mezclan con el pueblo y éste también se cubre con la máscara a la que quiere representar.

En España, en la época de Carlos V, la fiesta participa de las tendencias europeas con música flamenca, trajes de algodón y seda, más provocativos, y costumbres menos arraigadas. La decoración del espacio era muy lujosa con música tranquila para la danza y el ballet que se comienza a crear en esta época. Hay oro en la vajilla de los banquetes, máscaras en los bailes amenizados con el laúd, el clavecín o virginal y otros instrumentos. Con su hijo Felipe II se manifiesta una mayor austeridad en la música y en los vestidos, de acuerdo con la reforma del Concilio de Trento.

Realmente la música estaba presente en cualquier fiesta o celebración profana o religiosa. A nadie extraña que en los inventarios regios encontremos la relación de los instrumentos más apreciados en la corte, que solían ser de viento y de cuerda. La hermana de Carlos V, María de Hungría, había coleccionado nueve sacabuches, treinta y cinco pífanos, cincuenta y cinco cornetas de varias clases, veintiséis flautas, catorce chirimías, once cromornos, dos bombardas, un fagot y una dulzaina. Si vemos el inventario de 1602 con los instrumentos que dejó Felipe II al morir, nos damos cuenta de la importancia que tenía la música en la celebración de cualquier fiesta. Tanto Carlos V como su hijo Felipe II eran melómanos y en sus fiestas no faltaba ni la música ni la danza, que iniciaba los compases del ballet.

Tal era la afición de Carlos V por la música, que en su retiro a Cuacos de Yuste ordenó al prior de los Jerónimos del monasterio que seleccionara entre sus frailes un grupo para formar el coro de la capilla para las grandes celebraciones de la liturgia. También su hijo Felipe tenía un gran aprecio por el ciego organista Antonio de Cabezón, cuya música lo llenaba de paz. Cuando muere este singular organista, Felipe II cae –según expresa el profesor y académico Fernández Álvarez- “en una aguda crisis taciturna de la que ya no saldría”.

Con la renovación del Concilio de Trento (1545-1563) se modernizan en Europa las devociones y fiestas, se suprimen algunas costumbres populares sobre las reliquias, las indulgencias y la veneración de las imágenes por la presión de las nuevas formas de vida. Se evitaba todo aquello que pudiera significar superstición, pero los capuchinos fomentaron la piedad popular aumentando las fiestas dedicadas a san José, a la Virgen y a los santos. La tradicional devoción a la Asunción de María, a quien están dedicadas las catedrales góticas, hizo que en 1573 Juan de Leunis fundara en Roma la primera de las Congregaciones Marianas en las que tomó parte activa la incipiente Compañía de Jesús. Rápidamente este tipo de asociación se extendió por toda Europa: se encuentran congregaciones marianas en Viena, en 1572; en Colonia y en Praga en 1575, y en estos años también en España, Países Bajos y otros territorios italianos.

Un 7 de octubre, el papa Pío V, establece la fiesta de Nuestra Señora de la Victoria para dar gracias a María por el triunfo de Lepanto, obtenido contra los turcos, que amenazaban a la cultura europea. Este acontecimiento se incluye en la letanía del Rosario con la invocación Auxilio de los cristianos. La exclamación Jesús y María, ya popularizada, se convirtió en grito de oración y de combate en la batalla de Lepanto donde se mezclaba lo religioso y lo profano.

En este ambiente contradictorio de paz y de lucha no era extraño comenzar el repertorio de cualquier fiesta con la Pavana de La Batalla, el romance de Don Gaiferos y una moresca. Pavanas, gallardas, morescas, danzas de espadas y danzas de antorchas se acompañaban con violas de gamba, chirimías, flautas, bombardas, sacabuches, orlos, churumbelas, bajoncillos y otros instrumentos de la época.

La pavana era una de las danzas más señoriales entre las danzas cortesanas o “de cuenta” y está descrita por Moreto en su comedia La fuerza del natural con palabras del maestro a Aurora, Carlos y Julio: Sea la lición primera / una entrada de pavana…/ Haced una reverencia,/ derecho el cuerpo y airoso; / no la hagáis con ambas piernas…/ Dad los cinco pasos vos…/ No más / Parece que somos santos. / Dad hacia atrás otros tantos. Como danza de grandes salones, bailada frecuentemente en los alcázares reales, exigía la gracia, la fuerza, la agilidad y el arte en todos los movimientos, para manifestar con riguroso protocolo cuanto los aristocráticos bailarines sentían en el viejo juego del amor.

Eran también danzas cortesanas del Renacimiento el turdión, de origen flamenco e introducido en España durante el siglo XVI, la alemana, el pie de gibao, el rugero, la alta, el hacha, las folías, la gallarda… Lope de Vega escribe en La Dorotea sobre la decadencia de estas danzas: ¡ay de ti, alemana y pie de gibao, que tantos años estuvisteis honrando los saraos! Realmente se lamenta, porque las danzas de cascabel o populares se han introducido en la sociedad de su tiempo con su aire vulgar y chabacano. En los Discursos sobre el arte del Dançado Esquivel Navarro comenta que estas danzas aristocráticas y cortesanas no eran siempre graves y pausadas. En estas danzas elegantes, que amenizaban las fiestas, los danzarines expresaban sus más profundos sentimientos con los gestos, el movimiento, la canción y la conversación amorosa. Así en los palacios renacentistas uno de los oficios más solicitado era el de maestro de danzar, título que tanto Lope de Vega como Calderón de la Barca pusieron en una de sus comedias por las connotaciones que tenía para el público del teatro.

 

FIESTAS PARA EL PUEBLO

Era fundamental en la fiesta la risa que ayudaba el pueblo a liberarse de la cultura oficial, del tono serio de las autoridades y siempre se manifestaba en las fiestas públicas, con ritos y cultos cómicos, con bufones y bobos, con enanos y monstruos y con payasos de diversos estilos y categorías, que los pintores y cronistas de la corte han inmortalizado en sus obras. Se mezclaban estos individuos en las ceremonias oficiales y hacían parodia de los asistentes y participantes, presentes en ellas.

Tan importante como la risa era la música, que no faltaba en las fiestas públicas fueran paganas o religiosas. En todas las festividades se tocaban instrumentos, se bailaba, se cantaba, se compartía alegría y banquete. Santa Teresa de Jesús, que manifiesta en el Libro de la Vida las costumbres y el habla castellanas, menciona varias veces las fiestas de la Madre de Dios: Nuestra Señora de la Concepción, la Asunción o Nuestra Señora de agosto, la fiesta de san José, la del Corpus Christi, la del Espíritu Santo, la de Navidad, las de Semana Santa con sus procesiones, la del Día de Difuntos y otras. En esta época, el papa Gregorio XIII (1572-1585) establece en la Iglesia la fiesta del Rosario. A la par se desarrolla en La Adrada la devoción a la Virgen de la Yedra con Francisco Rengifo y su hijo Sebastián.

Era costumbre en las fiestas iluminar las fachadas, cerrar las tiendas, colocar tejidos con ricos bordados en balcones y ventanas, quemar pólvora y lanzar cohetes. Se organizaban misas solemnes con presbíteros, diáconos, subdiáconos y acólitos. Había mascaradas en los barrios, corridas de toros, juegos de cañas y de estafermos, luchas de fieras, banquetes, bailes, cabalgatas, certámenes poéticos y ceremonias religiosas y profanas. Las fiestas daban sentido a la vida humana, aunque la Iglesia procuraba no concederles un valor grande por los excesos que pudieran darse y al ser sombras de la verdadera fiesta, las orientaba a la “fiesta celeste”, cuya puerta era la muerte.

Se festejaban las solemnidades con frecuentes salidas al campo en primavera, merendando a orillas del algún río y viajando en carruaje. ¡Cuántas historias podrían contarnos las riberas del Tiétar, del Jerte, del Manzanares, del Tormes, del Guadalquivir, del Ebro, del Duero o del Pisuerga! En Madrid, desde 1561, aumentaron los festejos religiosos y profanos, sobre todo en la tradicional noche de san Juan visitando la vega del Manzanares y el arroyo del Prado donde -en palabras del poeta- “Tapadas y sin tapar/ andaban por el Sotillo/ en la noche de san Juan…/ Era noche de fiesta, de misterio, de gritos, de música y baile. El exceso festivo hizo conflictiva esta celebración con peleas, celos y robos hasta el punto que tuvieron que intervenir los poderes públicos con legislación muy severa. En un pregón del 23 de junio de 1642 se ordenaba imponiendo leyes anteriores olvidadas: “que nadie bajase al río bajo pena de trescientos ducados y vergüenza pública, para evitar las desgracias que suelen suceder en la noche de san Juan”.

Otras fiestas más aristocráticas tampoco estaban exentas de riñas, altercados y homicidios, como sucedía en todas las que corría el vino. Algunos anuncios lo confirman: “El día de Santiago el Verde mataron unos mozos al Marqués del Valle, de edad de veintisiete años, sin darle lugar las heridas a que se confesase”.

En La Adrada se celebraba la noche de san Juan en la Fuente de la Cervera:

En tiempos ya bien lejanos
en las fiestas de san Juan
era la primera ronda
que echaba la mocedad.

Camino de la Cervera,
la mañana de san Juan
levántate tempranito
y en tu ventana hallarás
de la verbena el ramito.

Van camino de la fuente
con las guitarras bailando.

 

FIESTA DE SAN ANTÓN

Podrían describirse las muchas peculiaridades de estas fiestas y romerías del Renacimiento, pero me voy a limitar a describir la popular fiesta de san Antón, patrón de los animales, que se celebraba y celebra en el frío 17 de enero.

Durante un año se ponía bajo la protección del santo un cerdito con una campanilla o cascabel para que todos lo reconocieran, lo trataran bien y lo alimentaran como lo haría el santo si fuera vecino del pueblo. Después de doce meses estaba bien cebado y en el día de la fiesta se sorteaba para sufragar gastos. Sin embargo, otros pueblos financiaban la fiesta de otro modo y el cerdo cebado no se rifaba, continuaba con su campanilla, se reunía a todos los mozos en edad casadera en la plaza, se les vendaban los ojos o se les colocaban unas máscaras sin orificios para ver, se les entregaba un buen látigo y se les ponía al cuello una campanilla idéntica a la que llevaba el cerdo de san Antón, que ese día festivo estaba preso en la cárcel del municipio. Se soltaba al animal y cuando estaba en el centro de la plaza, a un toque de campana corrían los mozos para darle con el látigo. Cuando creían oír al cerdo, lanzaban un latigazo, pero el golpe iba a parar la mayoría de las veces en la espalda o en las piernas del compañero. Y como cada mozo tenía que dar tres veces al cerdo con el látigo para que se le reconociera propietario del animalito, aquello parecía una procesión de flagelantes de la Cofradía de la Sangre en día de penitencia. La batalla duraba mucho tiempo, en medio de gritos, pitidos y las escasas voces que anunciaban el nombre de cada joven que había conseguido descargar su golpe certero en el cerdo. Éste con los ojos bien abiertos y dolorido escapaba ágilmente del peligro de aquellos pretendidos amos que se movían con torpeza, pero la compensaban con creces al descargar con toda su fuerza el látigo tras el leve sonido de una campanilla, perteneciente casi siempre a uno de sus compañeros de juego.

CARNAVAL

También se divertían en las mascaradas del Carnaval en las que el juego grosero y la broma pesada se permitían. Cada pueblo pretendía comportarse de acuerdo con las máscaras adoptadas.

En Italia, concretamente en Florencia, aparecían gigantescas figuras de animales de las cuales –cual de un caballo de Troya- surgían de repente grupos de máscaras, coros, orquestas y figuras vivas que representaban estatuas emulando a Donatello, el famoso escultor renacentista, que trabajó con toda clase de materiales para representar sus figuras. Otras veces aparecían trompeteros para anunciar el espectáculo de los cuadros de la historia de Roma, de la Esperanza y el Temor, de las edades del ser humano, con diversos coros, representando mendigos, cazadores con ninfas, astrólogos, comerciantes, el diablo, vagabundos…

En La Adrada se disfrazaban el Martes de Carnaval. Algunas personas se vestían de diablos con las caras tapadas, visitando a familiares y amigos. Se disfrazaba también a los niños. Siempre estaban presentes parejas de caballistas luciendo sus mejores galas. Algunas señoras lucían sus trajes de tafetán, que posteriormente serían sustituidos por los famosos mantones de Manila. Si en Florencia aparecían grupos de máscaras, coros y orquestas en singulares carrozas, en La Adrada eran las jóvenes quienes acompañaban a la carroza escuchando algunos cantos a ellas dirigidos: “Viva la carroza, viva, viva el pueblo de La Adrada, vivan las chicas bonitas que a la carroza acompañan”. Y los mozos que las admiraban, lanzaban sus sentimientos a ritmo de rondalla: “Los martes de Carnaval han llegado bandoleros, con la intención de robar a quienes tengan dinero; y aunque somos bandoleros, no lo somos de verdad. Hemos robado estas chicas por su gusto y voluntad”. Y para que todos supieran que eran la flor y nata de estas tierras, buscaban defectos o los inventaban en las bellezas de otros pueblos cantando: “La hija del alcalde de Navahondilla, lleva una ristra de ajos por gargantilla”.

En España había quienes esparcían grandes cantidades de ceniza por las calles para sorprender al transeúnte que no podía quejarse de lo que el cielo le enviaba; otros ponían cuerdas encubiertas cruzando la calzada de los peatones para ver cómo caían o daban originales pasos de baile los más distraídos; algunos más arriesgados y decididos metían estopa encendida en las largas orejas de caballos y mulos mientras observaban las piruetas del jinete; otros tiraban a las mujeres papelillos, polvos picantes o huevos llenos de aguas olorosas si la economía y el buen gusto se lo permitía.

También en La Adrada se llevaba a cabo el miércoles de Ceniza el Entierro de la Sardina con el cortejo de viudas y afligidas, que lograban el desconsolado llanto aspirando los efluvios de guindillas quemadas. A veces el llanto era acompañado por el vómito.

 

LOS BAILES

Las fiestas populares tenían sus propios bailes, con sus movimientos bruscos y desenfadados, que se celebraban en los corrales públicos, en las plazas, en los arrabales y en los mesones. En La Adrada no había fiesta sin baile en la Plaza. El lugar elegido en el Madrid renacentista era el campo de Leganitos, donde se bailaba la carretería, el pollo, la perra mora, el villano, las zapatetas, el zapateado, el no me los ame nadie, el Antón Colorado, la zarabanda, la chacona, la capona, el rastrojo, la gorrona, la pipironda, las gambetas, el gateado y otras muchas danzas que se inventaban cada día en tabernas, cárceles y otros lugares de ocio. En estos bailes no había maestro de danzar, era el pueblo quien ponía la música y los estribillos grotescos y toscos a estas danzas de cascabel: “Andallo, andallo, que soy pollo y voy para gallo”, “Guarda el palillo, Minguillo”, “Elvira de Meneses, echad acá mis nueces”… Como se ha indicado, estas danzas de cascabel se acompañaban con romances y coplas que componían poetas populares, para que se cantaran con acompañamiento de guitarras, sonajas, panderos, bandurrias y tambores. En ellas, bailarines y bailarinas zapateaban exagerando gestos y movimientos.

A finales del siglo XVI, en su obra Vida política de todos los estados de mujeres, Fray Juan de la Cerda escribe: “¿Y qué cordura puede haber en la mujer que en estos diabólicos ejercicios sale de la composición y mesura que debe a su honestidad, descubriendo con estos saltos los pechos, y los pies, y aquellas cosas que la naturaleza o el arte ordenó que estuviesen cubiertas? ¿Qué diré del halconear con los ojos, del revolver las cervices y andar coleando los cabellos y dar vueltas a la redonda, y hacer visajes, como acaece en la zarabanda, polvillo, chacona y otras danzas?

Sin duda, la zarabanda animaba el baile en mesones y colmados o almacenes de comestibles. Tenía reminiscencias asiáticas y se bailaba en Sevilla a finales del siglo XVI. El padre jesuita Juan de Mariana declara que la zarabanda es “baile y cantar tan lascivo en las palabras y tan feo en los meneos, que basta para pegar fuego a las personas muy honestas” Otros más actuales, como el académico y folclorista Francisco Rodríguez Marín de acuerdo con lo anterior afirman que era un baile tan lascivo y obsceno que parecía inventado por el demonio “para inducir a pecar a la senectud y a la santidad mismas”. En una época en la que mostrar el tobillo era pecaminoso, no parece extraño que una moza gentil y garbosa levantara los instintos más profundos con sus movimientos continuos de piernas y brazos a son de castañuelas, siguiendo el aire de la copla picante dirigida al espectador, que se sentía impotente ante espectáculo tan insólito.

A la zarabanda siguió la chacona, traída por los españoles que anduvieron entre Argentina, Bolivia y Paraguay, donde descubrieron las costumbres de la región del Chaco. Hay quienes no están de acuerdo con este origen trasatlántico y lo atribuyen a la mujer de un tal Chacón. Sea como fuere, la realidad es que se bailaba en España a finales del siglo XVI, mientras se acompañaba con panderos, guitarras, castañuelas y con un estribillo que se repetía hasta quedar grabado en las mentes menos dotadas: “Vida bona, vida bona, vámonos a la Chacona”. Fue tan popular que no sólo se llenó el romancero con sus letrillas más o menos picantes, sino que se metió en los conventos, donde se cantaban “chaconas a lo divino” y se reconocían sus efectos rejuvenecedores:

“Es Chacona un son gustoso,
de consonancias graciosas,
que, en oyéndole tañer,
todos mis huesos retozan”

Únicamente no retozaban los huesos de los maestros de danzar, que se quedaban sin clientela ante la moda de las danzas de cascabel.

 

EL TEATRO

En esta época el teatro deja de ser un espectáculo palaciego como en tiempos de Juan del Encina para ser anunciado con carteles públicos y representarse abiertamente en corrales y otros recintos ante toda clase de espectadores, fueran plebeyos o nobles. En Madrid, nada más trasladarse la Corte desde Toledo, en 1561, encontramos dos corrales para las representaciones teatrales: el Corral de la Pacheca, llamado posteriormente Corral del Príncipe, y el Teatro de la calle de la Cruz, preferido por Lope de Vega y por el rey Felipe IV, que llegó a enamorase de una de las comediantes, María Calderón, con la que tuvo un hijo, al que reconoció y puso el nombre de Juan José de Austria, recordando quizá al hijo natural de Carlos V y hermanastro de Felipe II: don Juan de Austria.

No voy a insistir en el teatro, que tuvo tanta fuerza como en el mundo clásico de Grecia y Roma, culturas ahora renacidas. Sin embargo, los comediantes y los cómicos no estaban valorados según lo describe Agustín de Rojas, apodado Caballero del milagro, que cambió las armas por las letras y estuvo contratado en varias compañías a finales del siglo XVI. En su libro El viaje entretenido, publicado en 1603, hace el siguiente retrato de la vida del cómico: “Porque no hay negro en España, / ni esclavo en Argel se vende, / que no tenga mejor vida / que un farsante si se advierte…/ Pero estos representantes, antes que Dios amanece/ escribiendo, y estudiando/ desde las cinco a las nueve, / y de las nueve a las doce /se están ensayando siempre, /Comen, vanse a la comedia,/ y salen de allí a las siete./ Y cuando han de descansar,/ los llaman el Presidente,/ los Oidores, los Alcaldes,/ los Fiscales, los Regentes;/ y a todos van a servir/ a cualquier hora que quieren./…/ Estudiar, toda la vida; / y andar caminado, siempre./ Pues no hay trabajo en el mundo / que pueda igualar a éste,/ con el agua, con el sol/ con el aire, con la nieve,/ con el frío, con el hielo, / y comer y pagar fletes: / sufrir tantas necedades, / oír tantos pareceres”.

 

JUEGOS Y OTRAS DIVERSIONES: NAIPES, AJEDREZ, TORNEOS, JUSTAS Y CORRIDAS DE TOROS.

En el reinado de los Reyes Católicos se jugaba a los NAIPES, al AJEDREZ, a los DADOS y a otros juegos de azar. Bruegel ha dejado constancia en uno de sus cuadros de 86 juegos que realizan 249 personas en el Renacimiento. Son juegos sencillos y simples que invitan a la convivencia entre niños y jóvenes: tocar la flauta y tambor, jugar a la sillita de la reina, esconderse en un barril, subirse dos a un tonel, jugar a los aros y al roba-terrenos, inflar un globo o vejiga, jugar a las tiendas y a la construcción, la gallinita ciega, ponerle una casita a un pájaro, dar volteretas y hacer el pino, luchas de caballeros, el salto de la palomita, el columpio, escalar la valla, representar una boda, dar golpes al caldero, los zancos, bailar y golpear la peonza, trepar a un árbol, ondular los vestidos y representar con ellos una corona de flores, el escondite, los bolos, las canicas, el pilla-pilla o seguir al jefe entre otros muchos practicados en el siglo XVI.

Es original en Florencia el juego del Calcio con sus dos casetas a modo de porterías que deberían defender cada equipo de jugadores no permitiendo que se introdujera en ellas la pelota o balón disputado con los pies. Dos árbitros a ritmo de tambor anunciaban al público asistente los resultados.

El juego de los naipes era una plaga social en el Renacimiento, que inquietaba a las autoridades civiles y eclesiásticas. Fueron muy duras las pragmáticas que se publicaron para controlar este vicio que mantenía ociosos a muchos que inventaban nuevas formas de juego de cara a las apuestas. Estos juegos mantenían encerradas a las personas en mesones, posadas y tabernas y las pragmáticas y sermones advertían a los jugadores de las penas humanas y divinas que el vicio llevaba consigo. Uno de los predicadores más enérgicos fue el dominico Pedro de Covarrubias, confesor de la duquesa de Frías que publicó en Burgos, en 1519, el libro Remedio de jugadores, reimpreso en Salamanca en 1543 por Juan de Junta y traducido al italiano en 1561.

Era tan grande la pasión que se ponía en este tipo de juegos que estudiantes, cortesanos, soldados e incluso clérigos se jugaban cuanto llevaban encima. El capitán Contreras, cuando era joven, perdió jugando a los naipes la camisa y los zapatos. Como conocía por experiencia el peligro del juego nos dice que en una de sus salidas por el Mediterráneo logró un gran botín con su tripulación y para evitar que los soldados se jugaran lo que les correspondía ordenó arrojar al mar naipes y dados, pero, aun así los marineros no necesitaron estos medios para hacer sus apuestas y jugar. Hicieron en una mesa un círculo como la palma de la mano y en el centro de éste otro pequeñito como de un real de a ocho, donde los jugadores colocaban un piojo de los muchos que tenían entre los pliegues de su ropa, pues los que tenían en el pelo eran menos rápidos. Cada uno observaba su piojo, su preparación física, como si de una carrera de caballos se tratara y apostaba por él. El piojo que saliera primero del círculo grande era el ganador y proporcionaba a su dueño el total de las apuestas.

González Álvarez en su libro La Sociedad española en el Siglo de Oro comenta la pasión de un estudiante florentino que está en Salamanca a finales del siglo XVI. Se llamaba Girolamo da Sommaia y llevaba un diario lleno de anotaciones sobre las pérdidas que le ocasionaba el juego. En cierta ocasión acompañó al pueblo de Corrales a un amigo íntimo que iba a cantar su primera misa. Girolamo, según su costumbre jugó a los naipes para festejarlo y lo perdió todo. El amigo misacantano tuvo que ayudarlo para volver de prestado a Salamanca. Girolamo estudiaba Derecho en la histórica universidad entre 1599 y 1607, procedía de una noble familia de Florencia relacionada con el comercio, los altos cargos públicos y las finanzas. Tenía una economía saneada, pues mantenía casa propia con media docena de criados, no se angustiaba con los estudios, asistía con frecuencia a representaciones teatrales y no descuidaba los lances amorosos.

El juego se practicaba incluso en los periodos en que estaban prohibidos los festejos tradicionales de baile, teatro, toros y cañas como sucedía en la Cuaresma. Al no haber espectáculo público, surgía la distracción particular en el mesón, en los figones o en la taberna con vino y mozas alegres…

En la Biblioteca Universitaria de Salamanca hay un libro en la sección de incunables con la signatura I. 182, impreso por Luis Ramírez de Lucena en 1497. Consta de 86 folios bajo el título Arte breve e introducción muy necesaria para saber jugar al ajedrez. En él están representados los tableros con sus 64 escaques y se ofrecen casos prácticos para salir airoso en jugadas difíciles. En el siglo XVI se adoptó en el juego la defensa de la dama o de la reina, pues era el rey quien atacaba con sus peones, sus caballos, sus torres y sus alfiles para protegerla y defenderla, como hacía el caballero en justas y en torneos. El juego del ajedrez era un torneo de mesa donde se ponían a prueba la astucia, el cálculo y la inteligencia. Se jugaba en las casas de la nobleza y de la burguesía. Cuando se extendió por la Corte, el rey Felipe II mostró tal interés por él, que llamó a Ruy López, el gran jugador europeo, para que le enseñara habilidades y estrategias de apertura, de defensa y de ataque.

 

TORNEOS Y JUSTAS.

Los torneos, las justas y los juegos de cañas eran muy frecuentes en la España del siglo XVI con la participación de valientes caballeros, la asistencia del pueblo y de las damas más representativas de la ciudad en belleza y hermosura, por las que expresaban los caballeros su situación amorosa: todos sabían que el color verde claro de la divisa puesta en su lanza indicaba esperanza naciente; el anaranjado, perseverancia y deseo conseguido; el leonado oscuro, aflicción; el verde oscuro, esperanza perdida; el blanco, castidad; el negro, desvío y el azul, celos… El pueblo contemplaba el arrojo y valentía de los nobles, aprendía el lenguaje de sus armas y se entusiasmaba con las obras de Lope sobre “Los torneos de Aragón” donde dice que “en ellos solía premiarse a la espada más perfecta, / a la letras más discreta / y al que fuere más galán” y que el premio lo regalaba el caballero a las damas presentes como prueba de cortesía y amor. Durante el siglo XVI decaen los torneos en Castilla, pero se mantuvieron en Aragón, Valencia y Cataluña, donde aún se consideraban los más nobles ejercicios de los caballeros.

En los juegos de cañas corrían varias cuadrillas de jinetes enfrentadas con lanzas de madera, pintadas de colores, que arrojaban unos a otros como si fueran proyectiles, que los caballeros tenían que detener con su adarga o escudo de cuero de forma ovalada o de corazón. Quienes eran alcanzados, fuera de los refugios, en el campo señalado para el combate, quedaban descalificados. En las grandes festividades los juegos de cañas acompañaban siempre a las corridas de toros.

Cuando el pueblo, siempre festivo, quería expresar que un acontecimiento iba a ser extraordinario y no estaba dispuesto a prescindir del mismo, decía “habrá toros y cañas” El desarrollo de la fiesta lo describe así el historiador José Deleito y Piñuela: “Atabales y clarines daban la señal para el principio de la fiesta. Se abrían dos puertas en puntos opuestos de la plaza. Avanzaba por cada una un padrino, seguido por un tropel de lacayos, y marchando de frente se encontraba en el centro de la liza. Hacían allí un simulacro de enfado mutuo, y salían de la plaza por el lugar, que daba acceso a ella. Nuevamente sonaban los atabales, y otra vez penetraban allí los padrinos por la misma puerta que antes, seguidos de acémilas ricamente enjaezadas, cargadas con grandes cestos -donde las cañas iban dispuestas- cubiertos con bordados paños. Seguían los caballeros, distribuidos en ocho cuadrillas generalmente, cada una de seis, ocho o diez hombres, montados en briosos corceles, que adornaban con sillas a la jineta. Cada cuadrilla vestía del color del bando o familia de sus caballeros o del que les tocaba en suerte. Estos llevaban en el brazo izquierdo una adarga, en cuya parte central aparecía estampado el mote o divisa elegida por la cuadrilla, y además el que el caballero quisiera usar, particularmente en obsequio a su dama… El cortejo caballeresco daba una vuelta a la plaza al compás de instrumentos de guerra dejando de paso colocadas en sus lugares a las cuadrillas: cuatro en una parte de la plaza y otras cuatro en la otra. Los padrinos subían a los tablados ad hoc, y hacían con un pañuelo la señal para el comienzo de la fiesta. La música tocaba una marcha, y empezaban a correr las cuadrillas, distribuidas en encontradas parejas, desenvainando espadas romas para simular una escaramuza”.

Los escuderos llevaban las cañas o lanzas para entregarlas a sus amos e iban vestidos con los mismos colores que ellos: corrían para realizar con diligencia su obligación y algunas veces caían al suelo al tropezar con las lanzas o unos con otros, pues no podían moverse al ritmo de los caballos. Las cuadrillas se enemistaban unas con otras y se iniciaban peleas en las que brillaban las espadas y las cañas, como en el famoso poema morisco en las fiestas de Granada, donde las “cañas se vuelven lanzas”.

Eran los padrinos quienes, al darse cuenta de que todas las cuadrillas habían corrido sus cañas, se colocaban entre ambos bandos y se ponía fin a la lucha ordenando los reglamentarios toques de añafil. Los caballeros hacían algunas cabrioladas como despedida demostrando su destreza y dominio del caballo.

Otro entretenimiento de los caballeros y del pueblo era el juego del estafermo: muñeco giratorio que representaba a un hombre armado con armas defensivas y ofensivas, es decir, con un escudo y unas bolas o saquillos de arena. Los caballeros golpeaban con su lanza el escudo, y si no lo hacían con rapidez y destreza recibían en la espalda el golpe de las bolas o saquillos del estafermo, como castigo a su falta de habilidad. Los caballeros tenían que estar en forma.

Los toros no se lidiaban como se hace actualmente. La fiesta se consideraba como un duelo entre el cornúpeta y el caballero. La mayoría de los caballeros se ejercitaba ante los toros con sus armas y sus corceles, pues no estaba bien visto que los participantes en la fiesta de cañas se abstuvieran de retar a los toros con lanza y espada. La lidia en la España del siglo XVI era un ejercicio caballeresco y no podía sacar la espada contra el toro hasta que éste no hubiera ofendido al caballero quitándole la capa o el chambergo. Los caballeros vestían de negro, con capa, varias plumas de color en el sombrero, botines blancos y espuelas doradas con una sola punta. Los precedían sus lacayos con librea del mismo color que su señor. Conducían otros caballos por si quedaba inútil el elegido para la lidia. También iban en el séquito unos acemileros que guardaban en grandes alforjas los rejones, las espadas, estribos, sombreros y alguna capa, para que, si ocurría algún percance, el amo estuviera bien vestido o bien amortajado, pues vivo o muerto debía guardar la compostura.

 

CORRIDAS SIN CABALLEROS.

En la corrida sin caballeros el pueblo aturdía al toro con toda clase de engaños: capas, sombreros, puyas, ladridos de perros y otras novedades de la fiesta. Desde el siglo XV existía la costumbre de envarar al toro, lanzándole pequeñas banderillas o varas con puntas en forma de anzuelo desde la barrera y lo convertían –según expresión de la época- en un espín de saetas. Fatigaban al animal hasta que las trompetas indicaban que se le podía desjarretar, es decir cortarle los tendones de las patas traseras con la espada o con un asta de 20 palmos de madera de fresno que tenía filos muy finos de hierro en forma de media luna. Los caballeros abandonaban el coso para no ver al toro andar en tres patas cojeando y recibiendo estocadas y cuchilladas por todo su cuerpo. Hasta lo más cobardes querían mojar sus dagas en la sangre del animal. Algunos como Antoine de Brunel, que habían visitado España, censuraban tanta crueldad diciendo: “el gran placer de la mayoría de los españoles es lidiar toros, y la canalla no tiene otro igual al de derramar sangre”. En 1566, el papa san Pío V, consideraba la lidia contraria a la moral cristiana y se oponía a la participación de los cristianos en ella. Sin embargo, en el s. XVI las corridas de toros eran más austeras que en siglo XVII, época en que se organizaron corridas con toros y perros de presa, corridas con bufones y toros encohetados, para mantener con la novedad de la pirotecnia la asistencia a los festejos.

No han sido muchos los datos que he podido hallar sobre la vida de La Adrada durante el Renacimiento, pero su plaza, su iglesia, su palacio, sus puentes, sus molinos, su ermita y algunas de sus casas solariegas nos hablan con su historia de esta época. Se puede investigar en este pueblo la vida de una sociedad que renace entre las fiestas de El Salvador y la Asunción, entre Jesús y María, a quien dedican la ermita de la Yedra y la veneran en su Asunción en el cuadro que corona el retablo de su iglesia. La Adrada vive sus juegos, sus fiestas y diversiones conociendo y amando su pasado, disfrutando en el tiempo presente y abriéndose al futuro como lo hicieran en el siglo XVI El Escorial, Arévalo, Lerma, Toro, Olmedo, Medina, Salamanca y otras ciudades castellanas. Pero esto sería tema de otros estudios. Muchas gracias por su atención.


 

Julio Escribano Hernández es escritor, profesor de Enseñanza Secundaria, historiador, doctor en Geografía e Historia, especialidad en Historia Contemporánea, e investigador en la Fundación Universitaria Española, donde conoció y colaboró en la década de los setenta con su director cultural don Pedro Sainz Rodríguez, exministro de Educación Nacional y consejero de Don Juan de Borbón.

Como profesor del Instituto Celestino Mutis redactó temas para revistas de historia, de espiritualidad y de libros de texto de Bachillerato, dio conferencias y participó en programas de radio. Ha publicado artículos en revistas de investigación histórica, pertenece al Consejo Editorial de Cuadernos para Investigación de la Literatura Hispánica y entre sus obras pueden citarse sus libros Pedro Sainz Rodríguez, de la Monarquía a la República; Epistolario de Don Pedro Sainz Rodríguez, vol. I 1916-1930; El Renacimiento; Bibliografía de Estudios sobre Menéndez Pelayo (en colaboración) y Menéndez Pelayo, Digital (en colaboración). 

 

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